El Evangelio del domingo 3 de Febrero nos hablaba del mensaje central que Jesús, como Enviado por Dios, entrega a los hombres como programa de vida para que lo proyecte y trabaje de manera individual y comunitaria y así, pueda moldear la auténtica felicidad y asegurar la salvación.
Para quienes nos iniciamos en el programa de la salvación, se hace primordial saber como, para donde y para que, Jesús con insistencia nos enseña y señala el camino de la verdadera renovación de nuestra vida interior y hacerla cada vez más perfecta.
Él, quien después de ser tentado por el demonio en el desierto y establecerse en Cafarnaún al saber que habían encarcelado a Juan Bautista; empezó su vida pública anunciando y predicando a la gente, diciéndoles: “Cambien su vida y su corazón, porque el Reino de Dios se ha acercado”.
Igual hoy, Él es seguido por grandes muchedumbres que desean obtener su misericordia y hasta la curación de sus males. Como en aquella época, nuevamente sube a la montaña y allí sentado, nos enseña actitudes contrarias a nuestros criterios humanos que van sembrando en el corazón caminos áridos basados en el deseo del poder y el dinero; que solo nos dan felicidades aparentes y vacías de amor a nosotros mismos y al prójimo asentadas en la opulencia y la seguridad material.
Y nos recuerda como una matraca, obtener la felicidad para asegurar la salvación, animándonos a ser pobres y humildes de corazón siendo misericordiosos en el sentido amplio de la palabra y a trabajar con insistencia por la igualdad del mundo y la paz.
Hoy, se nos presenta Jesús con las manos vacías, no nos trae dinero, ni comidas, ni grandes terrenos, edificios o mansiones llenas de oro y plata, ni promete salidas a nuestros problemas con soluciones alegres y momentáneas, ni a cambiar milagrosamente las situaciones dolorosas que atravesamos, sino por el contrario nos pide descubrir su presencia en nuestras vidas y a que entremos a la Patria espiritual, que es el Reino de Dios.
Seamos pobres y limpios de corazón despojándonos de nosotros mismos, del egoísmo, el odio, los rencores, las envidias y de esas ansias desordenadas de soñar por tener riquezas materiales y poder. Ellas, nos conducen por lo general a desdichas. Amémonos de corazón y suframos con los pobres, ellos, nos demuestran la humildad y generosidad.
EL REINO DE DIOS COMIENZA CUANDO VIVAMOS LAS BIENAVENTURANZAS.