Desde el humilde portal de Belén, el
Hijo eterno de Dios, que se ha hecho Niño pequeño, se dirige a cada uno de
nosotros y nos invita a renacer con Él, a encontrarnos con Él y hacer el camino
de la vida juntos.
Mientras cierta cultura moderna tiende
a suprimir los símbolos cristianos de la celebración de la Navidad debemos, los
discípulos de Cristo, estar muy atentos para captar el valor de las tradiciones
navideñas. Ellas, forman parte del patrimonio de nuestra fe y de nuestra
cultura y no podemos dejar de transmitirlas a las nuevas generaciones.
También a los hombres y mujeres del
tercer milenio nos siguen llegándo las palabras del ángel a los pastores
de Belén en la noche del Nacimiento:
“Os anuncio una gran alegría… hoy, en
la ciudad de Belén, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor” (Lc. 2, 10-11)
Estas consoladoras palabras nos invitan
a recibir al Niño Dios y a acogerlo con fe y esperanza.
La invitación es la de dejarnos llevar
de la mano del Niño de Belén. Por tanto, no temamos un solo instante en fiarnos
de Él. Nada nos quita y es mucho lo que nos ofrece con inmenso amor. Su luz nos
impulsa a comprometernos en la construcción de un nuevo orden mundial fundado
en relaciones éticas y económicas justas.
Su amor es norte para guiar a los
pueblos y abrir nuevos vínculos de confianza y de intercomunicación, con la
mirada puesta en tantas personas necesitadas de ayuda. El Dios que se ha hecho
hombre por amor al hombre, tiene siempre algo que decir.
Aceptar el mensaje de un Niño recién
nacido, acostado en un pesebre y envuelto en pañales, es aceptar la paradoja
del misterio de Navidad. El Redentor se hizo uno de nosotros, compañero, para
recorrer a nuestro lado los caminos de la historia humana.
Él es la Verdad que nos hace libres, el
Amor que puede transformar nuestra existencia y el Camino de una renovada
humanidad.
Buena ocasión para repetir ante el Niño
Dios en esta Navidad: ¡Señor, yo creo, pero aumenta mi fe!