miércoles, agosto 13, 2014
LA CRUZ ES NUESTRA MAXIMA PRUEBA

Mucho son los hombres de hoy que han querido convertir la vida en ese momento temporal por el cual pasan y que hay que disfrutar en medio de placeres y de bienestar, pero cuando se dan cuenta de esa realidad, se encuentran sorpresivamente hastiados, heridos e  infelices.

La verdad. Parece que existiera en ellos un gran vacío interior hasta el punto que olvidan que la vida es un don precioso que Dios nos ha regalado y que hemos de construir con esfuerzo y sacrificio, pero seguros de que tomados de la mano de Él, podemos alcanzar grandes triunfos y vivir llenos de felicidad.

Y es que nos hemos venido olvidando de lo que ha de significar para todo cristiano el signo de la cruz, hasta el punto que la hemos domesticado. Ya no nos impresiona para nada su significado y como un talismán la llevamos en nuestro pecho en hermosas cadenas de oro y hasta con diamantes e incluso la usamos de adorno en nuestras casas. Ese olvido de lo fundamental nos incita al vacío interior que hoy vemos en la sociedad.

Miren, la cruz y la abnegación en nuestra vida no pueden quedarse en poesía e ideas abstractas. En realidad, seguir a Cristo por el camino de la cruz significa renunciar al propio proyecto que llevamos y que hemos construido, a menudo limitado, para acoger el de Dios. Es decir no a nuestra tendencia a lo más cómodo para acoger la invitación de Cristo a caminar junto a Él con una vida coherente de cristianos. Es renunciar a la “ley del mínimo esfuerzo” para vivir más bien según la “ley de la máxima entrega”. Es aceptar la vocación que Cristo ha querido regalarme y seguirla hasta las últimas consecuencias, aunque a veces sangre el corazón. Es el camino de la verdadera libertad.

Cristo enunció claramente la ley de la fecundidad en la vida, cuando dijo: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo... pero si cae en el surco, dará mucho fruto” (Jn, 12, 24). Pero la pura idea de pudrirnos en el surco muchas veces nos causa miedo, desasosiego interior. Somos hijos de nuestro tiempo... pero también somos hijos de Dios y hermanos del Crucificado.

La cruz y la negación de sí mismo es el camino de la conversión indispensable para la existencia cristiana, y por eso no debemos tenerle miedo. En la medida en que configuremos nuestra existencia con la de Cristo, sobre todo por la oración y el ejercicio práctico de las virtudes, podremos decir como San Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí.”

Cuando Cristo nos regala la cruz, nos obsequia la oportunidad de amar en plenitud. Pero debemos evitar la trampa de creer que la cruz está presente en nuestra vida sólo en los grandes momentos de dolor, como puede ser la muerte de un ser querido, una enfermedad o un fracaso. La cruz es nuestra inseparable compañera, porque Cristo quiere que experimentemos su amor constantemente, y que cada día le amemos más y mejor. Ésta se manifiesta muchas veces en la fidelidad a nuestro deber cotidiano hecho por amor.

En su última cena, Jesucristo nos dio ejemplo e invitó a amar “hasta el extremo”. Esta manera de amar quiere decir estar dispuestos a afrontar esfuerzos y dificultades por Cristo. Significa que debemos olvidarnos un poco, “desaparecer” un poco nosotros para que Cristo aparezca.

Naturalmente, ser seguidor de Cristo nunca ha sido una tarea fácil. Amar como Él nos ha amado significa también no temer a insultos ni persecuciones por nuestra vida coherente, por nuestra fidelidad al Evangelio. La historia de la Iglesia está jalonada por los testimonios de hombres y mujeres que han sabido amar así. Muchos de ellos son mártires cuya sangre se ha mezclado con la de Cristo crucificado. Pero también existen otros mártires, que son los que han despreciado su honra, su fama, su triunfo personal antes de traicionar a Cristo.


Finalmente, el amor hasta el extremo que es la cruz nos exige estar dispuestos a amar a nuestros enemigos y rogar por los que nos persigan. Ahí está, precisamente, el núcleo de nuestro mensaje y el detonador de la revolución que ha causado la encarnación, muerte y resurrección de Cristo: la caridad, el perdón, la entrega sin reserva.

Con relativa frecuencia se nos acusa a los cristianos de ser masoquistas al poner tanto interés en la cruz. Sin embargo, cuando penetramos con el corazón en el misterio de la cruz de Cristo, nos damos cuenta de que en realidad el cristiano no busca el sufrimiento por sí mismo, sino el amor. El dolor, por el dolor mismo, no tiene ningún sentido. Pero el amor, si es auténtico, se manifiesta en la entrega. Y la entrega, no de lo que nos sobra, sino de nosotros mismos casi siempre es dolorosa.

Es sólo Cristo, con su ejemplo, que nos muestra la fecundidad del dolor, sobre todo en la renuncia a nosotros mismos. Esta cruz que el Señor nos ofrece cada día de mil maneras se transforma, cuando la acogemos, en el signo del amor y del don total. Llevarla en pos de Cristo, condición indispensable para ser sus discípulos, quiere decir unirse a Él en el ofrecimiento de la prueba máxima de amor.


Cada quien tiene su cruz, personal e intransferible. Cuando algo nos cuesta, disfrutamos mucho de sentirnos amados. Entendamos que cuando el sufrimiento toca a nuestra puerta, es que Cristo quiere que le permitamos descansar un poco, llevando nosotros aunque sea una astilla de su cruz, una espina de su corona. ¿Podemos negarle amor al Amor? ¿Nos damos cuenta de que sólo amando, entregándonos, llevando la cruz de Cristo seremos plenamente humanos y cristianos?



Jesús mío, que quisiste morir en la Cruz para salvarme a mí y a todos los hombres, concédenos aceptar por tu amor la cruz del sufrimiento aquí en la tierra, ayudar a mis hermanos a cargar la suya, de manera que podamos unirnos más íntimamente a Ti, desaparecer nosotros para que Tú aparezcas, y gozar en el cielo los frutos de tu redención. Amén.
 
posted by Laureano García Muentes at 3:48 p.m. | Permalink |


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