Antes
de iniciar esta reflexión quiero expresarles que quien opta seguir los pasos de Jesús
Maestro antes que todo debe iniciar con decisión firme una conversión y un cambio
total de mentalidad.
Es
doloroso decirlo, pero para muchas personas no es normal ser bueno, no es
normal pensar cómo piensa Jesús, actuar como actúa Jesús. Lo normal, lo
espontáneo parece que es otra cosa... Ser discípulo, entonces, exige un renacer
(cf. Jn 3,16). Y si nacer y hacer nacer cuesta —esto pueden confirmarlo las
damas que son madres—, el renacer también. “El plazo se ha cumplido. El reino
de Dios está llegando. Conviértanse y crean en el evangelio” (Mc 1,15). “Tanto
amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
La
conversión es difícil, porque uno llega a acostumbrarse a todo, incluso —y
sobre todo— llegamos a acostumbrarnos a nosotros mismos, a nuestros defectos, a
nuestro pecado. Y buscamos cualquier cosa que nos justifique tal y como somos,
que no nos incomode, que no cambie nuestro panorama. Estamos acostumbrados a
buscar soluciones fáciles: la eutanasia, el divorcio, el aborto, el matrimonio
gay. Todas estas opciones intentan solucionar nuestras insatisfacciones, pero
solamente las disfrazan y las aumentan. Por eso la conversión es difícil,
porque lo único que realmente colma y da sentido a nuestra existencia y
soluciona nuestras insatisfacciones es darnos cuenta de que no estamos aquí
para este mundo, sino para la eternidad, para buscar la eternidad.
Con
esta búsqueda de la eternidad a través de la conversión vamos adquiriendo una
mentalidad radicalmente nueva de todas las cosas, una visión tan radical, que
su fundador, Jesucristo, fue considerado un loco. Por eso, el cristiano, si es
auténtico, será siempre un exiliado, un signo de contradicción.
La
conversión es un pasar de mi mundo al mundo de Dios; de mi horizonte, al
horizonte de Dios. Ése es el cambio de mentalidad que origina el discipulado.
De luchar por los primeros lugares, a luchar por los últimos: “El que quiera
ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9,35b),
de modo que lo que nos haga dichosos sea la pobreza, el ser perseguidos; de
modo que nos convenzamos de que la mejor venganza es el perdón (cf. Mt
10,18ss).
Esta
visión radicalmente nueva se obtiene a partir del encuentro con Cristo (cf. Jn
8,12). Es asunto de encontrarse con Él, de entrar en su mundo, de saberse
iluminado por su luz, y así aprender a razonar de otro modo.
Ser
discípulo es, entonces, adquirir un modo de razonar que difiere del mundo, que
no busca la gloria humana, que asume la realidad divina aun a pesar de la cruz.
Recordemos el pasaje en el que Jesús anuncia: “Iré a Jerusalén para ser
crucificado”. Pedro le dice que no vaya. Y el Señor le increpa con una palabra
muy fuerte:“Apártate de mí, Satanás” —¡lo llama Satanás!— (cf. Mt 16, 21-28).
Ser
discípulo es sentirse contento por ser juzgado en virtud del seguimiento de
Cristo, es entregarse completamente a esta locura del amor. Porque cuando se
ama, se hacen locuras; si no te ha sucedido, ¡nunca amaste!
“Yo
soy la luz del mundo. El que me sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrá
la luz de la vida” (Jn 8,12). Esta luz que ofrece Cristo a sus discípulos no es
una luz natural: naturalmente no escoges el celibato, el martirio, la pobreza,
etcétera; es una luz sobrenatural, y sólo la podemos entender y asumir desde
allí, desde la perspectiva de lo sobrenatural. Esta luz es, además, una
realidad eterna. Esta conversión, esta relación de amor, si es verdadera, es
para siempre; si lo dejas, es que, en realidad, ¡nunca te encontraste con Él!
Este
encuentro permite lograr un misterioso parentesco con Cristo mismo y con los
hermanos, a tal punto que Cristo se vuelve padre, madre, hermana, hermano,
etcétera, como leemos en Lc 8,19ss: “Entonces se presentaron su madre y sus
hermanos, pero no pudieron llegar hasta Jesús a causa del gentío. Entonces le
avisaron:
—Tu
madre y tus hermanos están ahí afuera y quieren verte.
Él les respondió: —"Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”.
Él les respondió: —"Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”.
Y
en otro pasaje se lee: “A cuantos la recibieron [a la Palabra], a todos
aquellos que creen en su nombre, les dio capacidad para ser hijos de Dios” (Jn
1,12).
Este
parentesco es mayor a cualquier otro, porque Dios une más que la sangre (cf. Jn
1, 13). Y la persona que es totalmente de Dios, es también totalmente mi
hermano, mi hermana, mi madre.
Ser
discípulo implica —consecuencia inevitable— perseverar. Y se trata de
perseverar con Él en sus tribulaciones: “Ustedes son los que han perseverado
conmigo en mis pruebas” (Lc 22,28). El discípulo debe estar preparado para la
prueba, para enfrentar al enemigo. Pero no estoy pensando tanto en enemigos
afuera, sino que me refiero al enemigo que yo soy para mí mismo. El peligro es
que uno se acostumbra a todo, hasta a uno mismo: me acostumbro a mí mismo, a
esta persona que no ha terminado de ser discípulo de Cristo, a este yo egoísta,
que busca el primer puesto, que quiere estar siempre al frente. Éste es el
enemigo contra el que lucha el discípulo.
El
discípulo es enviado como cordero entre lobos. El cristiano es contraste, es
profecía, es choque — ¡claro!, debido a la conversión—. El discípulo es capaz
de decir “no” y de optar en contra del pecado; es capaz de comprender, asumir y
amar esta opción del bien que se enfrenta al mal sin medir, para enfrentarlo,
el tamaño o la potencia: el discípulo opta por el bien a pesar de la inmensidad
aparente o real del mal.
El
discípulo asume cada día más la lógica de las pequeñas cifras, es decir, la
lógica de Jesús: la lógica de la semilla de mostaza, que es la más pequeña de
todas; la lógica del grano de trigo echado por el sembrador; la lógica del “pequeño
rebaño”, como ha llamado a sus discípulos; a lógica de la levadura, que no se
ve pero que fermenta toda la masa; la lógica de la sal, que, con tan sólo una
pizca, cambia el sabor a toda la comida. Esta lógica es la que hace que el
pastor abandone noventa y nueve ovejas para buscar una que se le ha perdido.
Finalmente,
y quizá lo más duro: los discípulos son los que están dispuestos a dar la vida
por el maestro: “Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus
amigos” (Jn 15,13). En el pasaje final del Evangelio de San Juan, cuando el
Señor pregunta a Pedro: “¿Me amas más que éstos?”, se nos ilustra muy bien
hasta dónde ha de llevarnos el discipulado, porque, como Pedro, si amamos al
Señor verdaderamente, si le seguimos como Él mismo nos propone (cf. Jn 21,19),
también tenemos que saber que “cuando seas viejo extenderás los brazos y será
otro quien te vestirá y te conducirá a donde no quieras ir” (Jn 21,18b). La
propuesta es clara:“Sígueme, si me amas, y prepárate a dar la vida”.
Entonces,
ser discípulo implica llegar a pedir la gracia de entregar la vida por el Maestro.
SEÑOR, AQUÍ ESTOY DISPUESTO A HACER TU
VOLUNTAD E IR A TODOS LOS LUGARES DONDE EL AMOR POR TI ME LO INSPIRE PARA
TRANSFORMAR A MUCHOS HOMBRES Y MUJERES A FIN DE QUE TE CONOZCAN Y TE AMEN COMO
EL ÚNICO Y VERDADERO DIOS.